2009/07/02

Emigrando

Despegamos en una mañana preciosa, soleada y cálida en Seattle. Ni una nube entorpece la visión. Lo hacemos curiosamente hacia el norte, a pesar de dirigirnos realmente hacia el sur. Según ascendemos veo la línea montañosa de las North Cascades que se perfila en el azul cielo, sus picos todavía están llenos de nieve a pesar de ser 1 de julio.

Es una pena que no tengo mi cámara. La que me han dejado, una Canon S3 es demasiado voluminosa para llevarla en el bolso, así que se ha quedado guardada en el compartimento sobre mi cabeza, dentro de la mochila.

El avión gira lentamente sobre el lago Washington, justo sobre Mercer Island. Debajo puedo ver la linea sinuosa de la I-90 en dirección al puerto de Snoqualmie, y al fondo destaca la inmensa mole del Rainier, impresionante aún a esta distancia (o gracias a ella quizá). Según se va completando el giro es la ciudad de Seattle la que asoma por la esquina derecha inferior de la ventanilla. Las Montañas Olímpicas se vislumbran en la lontananza, y entre ellas y la ciudad el Puget Sound una miriada de islas y penínsulas difíciles de identificar todavía para mi.

Desde el cielo se refuerza la sensación de que Seattle es una ciudad ganada a la naturaleza y al bosque. No da la sensación de estar contemplando árboles salpicados entre las casas si no todo lo contrario, casas salpicadas entre árboles y praderas verdes y colinas y lagos... Nunca había vivido en un sitio tan bonito, y eso es una de las cosas que hacen duro dejarlo atrás.

Rebeca a mi lado ya se ha dormido. De verdad que a veces envidio ese superpoder suyo.

El avión, ahora si, directamente enfilado hacia el sur pasa al lado del Rainier poco después de que su comandante anuncie que hemos rebasado los diez mil pies. Envidio a la gente que se sienta en el lado izquierdo del avión. Se que la vista desde ahí es impresionante al paso de la majestuosa montaña plagada de glaciares. Es una visión realmente privilegiada.

Minutos después es el monte Sant Helen el que hace su aparición, esta vez a mi lado. Se ve perfectamente el cono hundido, la onda expansiva frente a él, el lago Spirit lleno de troncos de árboles muertos, las montañas arrasadas, las coladas y ríos de barro y lava. Un parche de color marrón y ceniza en un mar de color verde.

Ahora se que el Mount Adams, el siguiente volcán, tiene que estar debajo nuestro o al otro lado. Nuevamente su vista es un privilegio para los que están sentados en el lado izquierdo del avión. A cambio, el poderoso y encañonado río Columbia nos da la bienvenida al Estado de Oregon. Nada más atravesarlo contemplo la perfección hecha montaña: El volcán conocido como Mount Hood. La silueta más cercana a lo que pintaría un niño si le pidiéramos que dibujara una montaña.

Las nubes hacen su aparición. Un frente no demasiado compacto se interpone ahora entre nosotros y el paisaje. Bajo ellas se adivina un paisaje de montañas salpicadas con lagos y bosques, pero si miro directamente hacia abajo veo como el color se torna más marrón y aparecen campos de cultivo. Espero pacientemente y escudriño el paisaje de macizos y picos nevados. Tras lo que parece una eternidad por fin reconozco el enorme cráter del colapsado monte Mazama, ahora lleno de agua. Esta lejos pero la silueta de Crater Lake es inconfundible una vez que la conoces: un anillo de acantilados bordeando un lago azul profundo con una volcán en medio llena de árboles. No dejo de pensar que tal lugar pertenece más a una película de fantasía que a nuestro mundo real.

Las nubes se cierran más y me concentro en el libro que estoy leyendo. Pasan los minutos y cuando vuelvo a mirar me sorprende un cielo despejado de nuevo. Veo un lago enorme. Veo playas, marinas llenas de barcos, poblaciones a su ribera, y montañas. Las más altas y con picos todavía nevados en el suroeste. No he estado nunca pero no me cuesta reconocerlo, estoy viendo el lago Tahoe, lo que significa que ya estamos en California.

Hacia el sur sigue la interminable linea de montañas pintadas de verde pálido. Poco a poco se va convirtiendo en una meseta y me doy cuenta de que si tengo suerte voy a ver el valle de Yosemite. Concentro la vista intentando descifrar el paisaje y cuando ya casi lo doy por perdido ahí está, justo asomando por la izquierda. Lo primero que reconozco es la mole del Gran Capitán y frente a él La Catedral. El valle corre entre las dos formaciones y justo donde se separa en forma de Y veo Half Dome. Me trae buenos recuerdos del primer invierno que pasé en Estados Unidos, cuando pasé una semana dentro del valle, de navidad a noche vieja.

A partir de ahí el paisaje se torna más árido y plano. Después grandes extensiones de campos de cultivo de diferentes colores reemplazan la visión. El paisaje pierde interés y me concentro nuevamente en el libro.

Al poco me lo termino. Martes con mi Viejo Profesor. La verdad es que no me ha gustado mucho.

El comandante anuncia que quedan 35 minutos para llegar al destino justo antes de reencontrarnos con más montañas, esta vez ya secas y peladas, de distintas tonalidades de marrón apagado, ocres y grises. Detrás de ellas el Océano Pacífico. Entonces aparecen las primeras casas y el suelo se convierte en una alfombra eterna de edificios, carreteras y autopistas. No me cabe duda de que estamos sobrevolando Los Ángeles. El avión llega a la costa y se pone paralelo a ella. Veo un par de islas que si no me equivoco deben ser Santa Catalina y San Clemente, donde se que hay buceo interesante.

El 737-800 de Alaskan inicia entonces su largo descenso. Llegamos a parte industrial de Long Beach, que conozco más que nada por que aterricé ahí justo dos años atrás por cuestiones de trabajo. Desde el aire me pareció un sitio feo y ahora me lo sigue pareciendo. La playa inmensa que da nombre al sitio está ahí, pero también las torres petrolíferas, los tanques de almacenamiento y los barcos petroleros. La ciudad sigue extendiéndose: otra zona industrial, un puerto comercial y después el océano azul llena la vista.

El avión sigue bajando y el azul se ve sustituido por un mar de nubes en el que nos zambullimos. Debajo se ve otra capa de nubes más baja. Para cuando atravesamos esta última capa de nubes me sorprende de nuevo la vista de civilización. En la última semana he pasado muchas horas en googlemaps y no me cuesta reconocer que lo que veo son las barriadas de Mission y Pacific Beach. Rebeca ya despierta mira por la ventanilla conmigo. Vemos Mission Bay y al otro lado Ocean Beach y Point Loma en cuyas colinas se apiñan las nubes. El avión inicia un giro hacia el este, permitiéndonos ver claramente la Isla de Coronado, el Downtown de la ciudad, y la I-5 en su camino hacia la frontera con México.

Todo va lo suficientemente rápido como para abrumar a los sentidos: Es grande, hay pocos arboles, es gris, hay portaaviones, parece bonito, las playas prometen... Minutos después y tras una amplia vuelta para encarar la pista del aeropuerto finalmente aterrizamos suavemente en la pista. La voz de la azafata de vuelo resuena en los altavoces de la cabina: "Welcome to San Diego International Airport..."

Hemos llegado a nuestra nueva casa.